Te levantas y algo que
lees te hace recordar tu mantra, al que vuelves una y otra vez, porque lo
llevas oyendo desde que tienes uso de razón y esas cinco palabras se han
llegado a convertir ni más ni menos que en tus propios mandamientos. Solo cinco
palabras, que son lo más importante –de lejos- que él te dio nunca y que
probablemente nunca te dará. Lo que sabes que tienes que cumplir a rajatabla, pase
lo que pase, por difícil que parezca. Y ya no ahora; sino mucho antes de saber
qué significaban exactamente. Porque el sentido lo han ido adquiriendo a
posteriori, a medida que la vida te ha ido enfrentando a ellas de una en una o
en conjunto.
Así que vuelves a ellas
otra vez –y ya van… - porque además de un mantra son tu refugio, la tabla de
salvación en mitad del naufragio, un contrafuerte cuando tiemblan los
cimientos, el hospital de campaña de los párpados
hechos metralla, un código deontológico y una declaración de principios. El puto chaleco
antibalas de tu vida.
En cinco palabras.
En cinco palabras.
Dulce, para que
suavizando la voz y enchufando una dosis de cariño a cualquier cosa puedas
hacer sentir mejor a cualquiera, e inmediatamente también a ti misma. Incluso
cuando parece imposible. Dulce como las canciones medio susurradas, como las patas de
gallo que tienen cuando te miran como te
miran. Para que el mundo sea un poquito menos heavy metal, y para lidiar
con los animales heridos que te vas encontrando en la calle. Con las criaturas salvajes de Capote. La dulzura como un querer por encima de tus posibilidades:
una especie de locura de la que, sin embargo, no te arrepientes nunca.
Tierna, y eso raramente
lo puedes controlar, pero te da la medida de las cosas cuando ni tú misma eres
capaz de asimilarla. Porque cuando alguien despierta eso en ti –y es algo que no
ocurre tantas veces- es que se ha ganado un lugar en algún punto ahí en mitad del
esternón. Y porque aun cuando las cosas no salen bien, es un matiz capaz de cambiarlo
todo. De sostenerlo todo. Porque es algo que el personal suele agradecer y
todavía más: algo que suele recordar. Y porque la ternura –es que la propia
palabra es bonita, la muy puta- está demasiado ligada a la empatía y a las
mañanas después del desastre y a las catástrofes naturales. Como para dejarla
de lado, me refiero.
Feliz, porque al final
–y no es la primera vez que lo escribes- la mitad de las cosas es la actitud
con que las enfrentas. Porque –ojo obviedad- para serlo hay que querer serlo,
incluso atreverse a serlo. Y porque aunque parezca inalcanzable, eso que la
gente llama felicidad podría esconderse en una canción, o en el cristal de
algunos vasos o qué sé yo, en las estaciones de tren o entre las tapas de un
libro que ruge. Porque a veces es una persona que una tarde cualquiera te
dinamita los esquemas, por mucho que después todo se vaya al carajo. Porque
casi siempre hay algo feliz a pesar de todo y tienes –recuerdas, te repites,
insistes- que esforzarte en verlo.
Valiente, y aquí debe
estar el quid de la cuestión, de muchas de las cuestiones. Porque sí, hay que
arriesgar sin plantearse demasiado la magnitud del hostión, por no decir de la
tragedia. Porque a ratos toca apretar los dientes y dar un paso al frente. Porque
arrepentirse de no haberlo intentado nunca fue una opción. Para decir que sí a
lo que quieres y no a lo que sabes que no quieres. Porque una cosa es perder y la otra no
haber ni salido al campo. Y esto ni siquiera es planteable. Por aquello de que
no hay nada más bonito que una maldita remontada.
Y velocista, claro. Y
aquí es donde entran la explosión y la potencia y la intensidad y también la
garra. Para estar atenta a la próxima zancada y a la vez no perder de vista la
meta. Porque –también lo decía él- se juega como se entrena. Y porque la vida
en tercera no merece la pena. Demasiados acantilados por ver, demasiados
cristos que librar. Aquí es cuando tienes que sentir la sangre bullir y no
olvidar que tienes hambre y que tienes sed y que hay gente que no merece las
cosas a medias y que si hay que darse, que sea entera. Porque solo hay una -una- oportunidad y no serás tú quien la desperdicie.
Cinco.
Cinco palabras, y en
ellas todo.
Así que hoy, que subirte
a un maldito ascensor te ha costado dios y ayuda, tenías que recordarlas. Que
recordártelas. Para coger aire.
Para que sigan ahí tatuadas,
Para que sigan ahí tatuadas,
y que las balas solo pasen rozando,
o desviadas.
o desviadas.
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