jueves, 3 de enero de 2013

No se puede.

Más abajo no se puede. Luego la maquiavélica secuencia tantas veces repetida: la sordidez, el monstruo insomne, inhalar y exhalar sin orden ni concierto, el peso pesado entre pecho y espalda. También los conciertos. Y los minutos de lucidez absoluta. Y la nostalgia. Y una tarde enorme. E irrepetible. Y el mensaje que al fin sí llega. Y un beso por mejilla que estalla en silencio. Y los 33 puntos. Y las 5.000 revoluciones por minuto. Y subiendo, siempre subiendo. Listas de libros inabarcables. Un recuerdo preciso y nítido y también todas las lagunas del mundo. Y el respetable anonadado. Y un par de pares de brazos. Una historia de amor en tres tiempos. Tejiendo y destejiendo. Con todo lo literal que puede llegar a ser eso. Las alas siempre al oeste. Las visitas fugaces. El desespero. Los planes que pese a todo salen y resulta que salen bien. Una tortilla de patatas rozando el larguero. Algo que se va soltando. Porque aunque nunca creímos en las amarras, vaya si las hubo. Suficientemente a menudo como para que el desgarro duela. Y la penúltima cafrada, con el decoro que se mide en grados bajo cero. Los soldaditos acribillados. En la arena, malheridos. Al otro lado del mundo palabras. Y al otro lado de la puta calle, un vals que resuena en las sienes. Lo cantan, suave y profundo, los mismos esclavos malditos. Los mismos artistas de siempre.

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