miércoles, 13 de septiembre de 2017

Mi lucha

Mis abuelos vinieron de Córdoba, de Ciudad Real y de Lleida. Mi madre sí es de aquí, pero mi padre nació en Gijón y creció jugando en la playa de San Lorenzo.

Una parte de la gente a la que quiero nació en Catalunya, pero otra gran parte vino de Alicante y de Huesca, de Mallorca y de Vigo, de Zaragoza, de Extremadura y de Valencia. Los debimos de acoger bien, porque la mayoría aquí sigue.

Pocas veces fui más feliz que cuando viví en Madrid o cuando estuve en San Sebastián y en Granada.

Y a ratos pienso en catalán, pero otros ratos lo hago en castellano. Jugué al Intelect, al Scattergories y al ‘Veo veo’ en los dos idiomas. Sueño, escucho música y escribo campañas en uno o en otro indistintamente. No puedo decidir cuál es mi lengua y además no veo la necesidad de hacerlo.

Tampoco pude elegir jamás entre Xavi e Iniesta. Ni entre Dalí y Goya. Ni entre el fuet y las zamburiñas. Ni entre Jabois y Enric González. Ni entre l’Empordà y el Cabo de Gata.

Supongo que, dicho todo esto, no es muy difícil entender que esta no es mi lucha. No tengo ningún motivo sentimental para querer separarme de nada y los motivos políticos y económicos ni siquiera los entiendo.

No me gustan los visados ni las colas de pasaportes ni ver a mucha gente junta gritando con banderas. Ni siquiera las del Barça. Me asusta el fanatismo y la idea de que mi mundo se haga más pequeño me asusta también.

Me temo, pues, que mi lucha es otra.

Mi lucha es que la gente mayor envejezca razonablemente y que todos los demás tengan trabajos dignos. Que mis chicas (como todas las chicas) anden seguras por la vida y ganen lo mismo que sus compañeros y pongan lavadoras a medias. Mi lucha es que nos visite un médico sin necesidad de hacer colas interminables o estar en interminables listas de espera. Que no nos suban tanto el alquiler como para echarnos de nuestro barrio -que al final es nuestra casa. Que cuando tengamos hijos no nos toque sufrir para pagar sus guarderías. Que la gente no muera en el mar huyendo de guerras injustas. Etcétera.

Por eso me niego a votar a ladrones y a comulgar en cualquier bando que no esté dispuesto a luchar por los derechos de las personas. Mucho menos si está dispuesto a enfrentarlas o a separarlas. No: que no cuenten conmigo.

Por lo demás, me importan las cervezas por la tarde y el sol de los domingos. Nadar viendo peces en verano y hacer excursiones en invierno. Las croquetas, los conciertos, la familia. Toda esa familia asturiana y gallega y valenciana y mañica y mallorquina -y toda la demás. Esa sí: esa es mi lucha.

jueves, 23 de febrero de 2017

Y sin embargo.

Es una locución adverbial y a la vez una declaración de intenciones. Una de mis favoritas: por lo adversativo y por lo contundente. Es la expresión máxima de la incondicionalidad, especialmente en forma de canción, por más imperfecta y contradictoria que sea. De canción escrita desde las entrañas, que debería ser la única forma permitida de escribir canciones. Por mucho que me duela, por desastre que yo sea, ahí seguimos.

La verbalización de la complejidad: esto no va a ser ideal y maldita la falta que le hace. Porque –qué bien lo escribió Lorca- querer un poquito de agua en calma chicha es una cosa, pero ahora: vivir con un golpe de mar, con un río oscuro, eso sí hace bullir la sangre en las venas y eriza la piel; eso sí tiene mérito.

……………….

Y sin embargo, la locución adverbial hecha canción, llegó a mí siendo casi una niña. Pasaron unos años hasta que comprendí cuánta verdad y cuánta crudeza y cuánto valor contenían esos versos. También en su versión coplera desgarradora y desgarrada, que más que una copla parecía un milagro.

Luego me hice mayor y todo aquello se convirtió en un regalo en forma de camiseta. Cumplía 25, y si existe regalo ideal para mí fue aquel. Tanto que aún me pone los pelos de punta lo que me quiso decir con esas tres palabras impresas, por mucho que se equivocara de talla.

Todavía lo pienso hoy: qué manera tan hermosa de decir ‘te quiero’ fue decirme ‘y sin embargo’.

……………….

Más tarde, cuando aquello, sin embargo, se acabó, quise convertir mi locución adverbial favorita (y para entonces también declaración de amor) en un tatuaje. En la muñeca tal vez, quizá en el empeine. Lo he pensado durante años, porque no me puedo identificar más con todo lo que significa y no puede significar más para mí.

En todos estos años le he dado vueltas al lugar, a la tipografía. Estuve a punto de hacerlo una vez. Hasta que al fin, hace muy poco, me di cuenta. Para qué voy a tatuarme algo que ya llevo tatuado.

miércoles, 16 de noviembre de 2016

Los confines estrictos.

“There is a crack in everything, that’s how the light gets in.”

Leonard Cohen.

Dijo Cohen que la caída (y los malos momentos, y el dolor y la derrota) son inevitables, pero que no debemos caer en el lamento y, de querer expresar ese fracaso, tiene que ser “en los confines estrictos de la dignidad y la belleza”. Esas fueron las instrucciones que recibió junto con su voz. Una voz que le sirvió para encontrar un yo y que llego a él ni más ni menos que a través de un poeta.

Los-confines-estrictos-de-la-dignidad-y-la-belleza.

A eso se refirió un tipo de casi 80 años que hablaba encorvado, lento, como si las palabras salieran de una caverna infinita, de muy adentro. Dijo que lo había entendido conforme se hizo mayor, y no quiero imaginarme la de tropiezos, la de verdaderas hostias que tuvo que vivir para llegar ahí, a todo eso.

Le miro, le escucho una y otra vez y entiendo que esa sabiduría no se puede comprar, ni adquirir leyendo, ni por contagio ni de cualquier otra forma. Hay que vivir y fallar y eso implica dolor e implica tiempo.

Sospecho que solo cuando caes cientos de veces llegas a entenderlo, y ese es el precio que hay que pagar, porque no hay otro. Pero es que además, viendo su paz, viendo su encantadora sonrisa, deduzco que el intercambio es justo. Para aprender, sufrir. Para comprender, no dar la espalda a las nubes negras ni a las derrotas. Convivir con los errores, con nuestra propia imperfección. Con la grieta que hay en todo y por donde puede entrar la luz.

Se fue, y la revelación no puede explicarse con palabras. Anciano, el genio siguió trabajando hasta el final; escribiendo y cantando en sus confines. Pero no sólo eso: él, que era todo un maestro, desprendió solemnemente una gratitud y generosidad enormes hasta el último momento. Joder, qué manera de aprender de ti. Qué forma de echarte de menos.

miércoles, 14 de septiembre de 2016

Septiembre en el parque de atracciones.

Era el septiembre de mis siete años y ellos acababan de separarse. Eso significa que había empezado el vaivén de un fin de semana aquí y otro allá cargada con una pequeña bolsa con algo de ropa y con ella siempre llegando puntual a por mí y él siempre tarde, como si en lo único que se hubieran puesto de acuerdo fuera en andar a deshora, o más bien lo contrario.

Yo lo vivía razonablemente, como cualquier cría de esa edad que viene y va de una casa a la otra y que va conociendo a consortes random y sospechando que de eso va a tratar la vida, por muchos cuentos llenos de milongas que hubiera leído por entonces. Los sábados con él comíamos macarrones con chorizo, los domingos pollo a l’ast y así íbamos tirando. También íbamos a las carreras de galgos y este tipo de cosas que se hacen con un niño cuando no tienes ni idea de qué hacer con un niño. En fin.

La cuestión es que ese septiembre me llevó a Eurodisney, los dos solos, y desde luego para él era raro aquello de ir por el mundo los dos solos, aunque intentara hablar conmigo de las cosas y enseñarme a jugar al billar en los hoteles y me escribiera cartas y me contara que leer iba a salvarme la vida y todo eso que sé que debo agradecerle y mucho.

Lo que decía: llevábamos un par de días en el parque y habíamos ido a los piratas del Caribe y a la atracción aquella donde había niños de todos los países y tú ibas en barca y al tiovivo y supongo que en ese momento se le debieron de acabar las ideas porque se le ocurrió una brillante que fue perderme a propósito para ver qué hacía.

Y qué iba a hacer. Un retaquito de siete años ahí solo y sin hablar francés (que luego aprendí, por si las moscas): pues asustarme. Asustarme y mirar para todos lados sin verle, mientras él, escondido, me miraba a mí. Demencial, lo sé. Y así estuvimos un buen rato (más bien largo para mí) hasta que apareció un gendarme y vi la luz y fui a decirle que me había perdido. Y cuando el guardia se me estaba llevando al lugar donde los niños perdidos, oh casualidad, apareció. Confesar, lo que es confesar, lo hizo muchos años más tarde y estoy casi segura de que no le mordí la yugular ni nada parecido.

Y eso fue lo que pasó aquel septiembre. Es curioso porque no se me olvida. Tampoco tengo muy claro qué secuelas puede haber tenido, o si me da más bien risa o miedo. Lo cuento ahora porque no le pueden quitar la custodia, y pienso que esa bondad mía tiene que significar que algo ha mejorado la especie, contra pronóstico o a pesar de todo.  

miércoles, 31 de agosto de 2016

31 de agosto.

En  un momento del libro que ando leyendo, alguien le dice a la protagonista que no podemos llegar a comprender del todo a otra persona, que nunca lo lograremos. Sospecho que tiene razón.

Quizás la única opción sea escuchar y –qué difícil- juzgar lo menos posible. Aunque duela. Intentar mirarnos en ese espejo que son los demás y probar a reconocernos, porque al final todas las grandes batallas se parecen y también se parecen sus cicatrices. Vivir con un poquito de miedo, el justo, que nos recuerde el valor de lo que está ahí. Ser conscientes para no fallar, andar bien despiertos para que no vuele.

Los días sí: los días vuelan. El final del verano está cerca y aún con todo lo que hemos aprendido algunos fantasmas, malditos, reaparecen. Haberse dado entera como único antídoto posible. Para dormir bien. Para sonreír por lo que sí vamos logrando, ni que sea a pasitos diminutos. Intentar ser justa y generosa y algo menos peleona y un poquito más paciente. Y ojalá.

Ni un verano sin su isla. Córcega, que pintaba preciosura, lo fue más. Nos enseñó que las carreteras tienen curvas por algún motivo. Que el camino no tiene que ser fácil o ser recto: tiene que dejarnos boquiabiertos.

Septiembre, de nuevo. Y seguir conduciendo.

lunes, 18 de julio de 2016

Open.

Esta mañana llego pronto al trabajo y lo primero que hago es salir a fumar para leer las 3 o 4 últimas páginas de Open, las memorias de Agassi. Las estoy leyendo por segunda vez. Llevo unos días con el libro, devorándolo. Llegó a mí en forma de regalo de cumpleaños y me impresionó tanto que he vuelto a él.

Lo he cogido con el arrebato de la primera vez y ahora, al cerrarlo, caigo en la cuenta de ha pasado un año exacto desde entonces. Mañana vuelve a ser mi cumpleaños y esto parece uno de los guiños que tanto han marcado la historia del tenista. 

La idea me hace sonreír.

Para poner por escrito su vida, Agassi contó con la ayuda de J.R. Moehringer, y el resultado desprende la marca de la casa: es hermoso, cargado de sensibilidad y dureza. Sobrecoge; tanto por la fragilidad del protagonista como por la cantidad de bandazos que marcan su historia. 

Pienso que es mucho más que un tratado sobre tenis, que a su vez, y no por casualidad, usa el lenguaje de la vida. Claro: es un tratado de la vida.

Nos cuenta -y nos lo cuenta muy bien- que los caminos se escriben con victorias, pero sobre todo con derrotas. Nos enseña que incluso odiando lo que uno hace hay que ser capaz de darlo todo. Que, en momentos clave, más que pensar hay que soltarse y sentir. Que solo con esfuerzo podemos lograr resultados. Nos habla de amor, de lealtad, de miedo y de perseverancia, más necesaria cuanto más al fondo estamos.

Agassi aparece como un tipo perdido, que no rebelde, que solo a medida que crece y fracasa va adquiriendo fortaleza y sabiduría. Vemos que los finales no siempre son felices, que el camino no es sencillo y que uno no lo logra solo. En una de las grandes lecciones de Open, que es que contar con las personas adecuadas lo cambia todo.

No por casualidad, tampoco, sus personajes secundarios brillan con luz propia.

El tipo con pinta de armario empotrado que transforma al tenista en su objeto de estudio y lo acompaña siempre, siempre, repitiéndole que nunca le dejará solo. Tanto que ni una sola vez en la carrera de Agassi se levanta de su asiento para ir al baño durante un partido. Ni-una-sola-vez. No quiere que le busque en la grada y sienta pánico al no verle: incondicionalidad es poco.

Luego está la historia con la que será la madre de sus hijos, además de una de las mejores tenistas de todos los tiempos. A la que él idolatra desde que era adolescente y cuya foto está colgada en la nevera de la casa que comparte con su primera mujer, Brooke Shields. Ejemplo de apoyo infinito, de silencio cómplice, de trabajo duro. En el tramo final de la biografía, Agassi la describe como “la persona más importante que ha conocido en su vida”.

O la del padre obsesivo y tirano que construye una máquina lanzapelotas para que el pequeño Andre devuelva 2.000 pelotas al día: cerca de un millón al año. Que se arranca los pelos de la nariz con los dedos. Que es capaz de atropellar a un hombre y dejarlo tirado en la carretera con su hijo al lado en el coche o de darle speed a su hijo pequeño para potenciar su juego.

O la del entrenador que le enseña que la búsqueda de la perfección le está haciendo daño, porque generalmente solo hay que ser un poco mejor que el rival, no la mejor versión de nosotros mismos continuamente. En una lección que le ahorra a Agassi bastantes riesgos inútiles y aún más decepciones y que le anima a seguir jugando cuando parece que todo está perdido. En una lección que, sospecho, debe ser aplicable fuera de las pistas de tenis.

A partir de aquí, en fin, reveses cruzados que entran y otros que no.

Y archienemigos que no lo son tanto, dobles faltas, lluvias providenciales, noches durmiendo en el suelo, la soledad y el séquito, las crisis más brutales y más absurdas. Como la de jugar una final de Gran Slam pendiente de un postizo en el pelo. O darse cuenta, al final de su carrera, de que la educación lo es todo.

Hoy es 18 de julio y cierro Open por segunda vez. Ha pasado un año. Ya es hora de ponerse a trabajar. Lo hago pensando que el siguiente juego está a punto de empezar y que algo habremos aprendido.

jueves, 23 de junio de 2016

Eres lo más grande.

Me enteré subida en un coche. No digo que haya una manera bonita de dar esas noticias, pero aquella fue especialmente desafortunada. Hay cosas que uno no debería leer jamás en un puto chat, debería estar prohibido. Intento pensar que es algo que he aprendido de todo esto pero no me sirve, porque es de cajón y ya lo sabía. Yo lo sabía.

Dolió aquel día como duele ahora. Ver que ni en esas circunstancias iba a mirar por mí, por no hacerme daño. Ni siquiera entonces pudo pensar dos veces y hacerlo bien, sin que nadie resultara herido. Más herido, me refiero.

Así que hubo que encajar el derechazo lejos de casa. Recomponer la mandíbula, aguantar el tipo. Por aquello de que uno es adulto y estas cosas ley de vida. Y sin embargo la herida. Que rompió a sangrar a la que volví, al día siguiente, a enfrentar aquello.

Pasan los días y los alaridos siguen ahí, como esa imagen imposible. Como el recuerdo del frío atroz allá en la sala 11 pese a ser tan verano fuera. Los cigarrillos arriba en la puerta para coger aire. Los golpes en el cristal tan absurdos, tan de locos. Ser una muleta humana desfalleciendo todo el rato. Pensar tú eres capaz. Y al segundo después romper a llorar de puro incapaz.

Nunca estuve tan contenta de verla, ni agradecí tanto su abrazo enorme. No tuve más, éramos cinco. Luego fue lunes y fue todavía más largo y se lo llevaron y el Paraules d’amor se fue a la mierda con él, y hubo más gritos y hubo más frío.

Más tarde tuve que subirme al copiloto, tratando de tragar saliva y de tragar con todo. Sin él al lado, sin ninguno de los dos, o de los tres ahí, por aquello de tú sola, Gan, tú puedes. Y en el vertedero de coronas abandonadas me di cuenta de que no podía.

Corren los días y el recuerdo sigue ahí: la ronda litoral eterna, la banda con su frase mítica de mis dieces en el cole, las rosas arrancadas una a una, el cristal, la ausencia, el frío. Me despido y el nudo en la garganta vuelve. Y pienso dulce, tierna, feliz, valiente y velocista. Y maldita sea: cómo me cuesta.

martes, 7 de junio de 2016

Hay que leer.

Hay que leer, y dicho esto todo lo demás pasa al departamento de lo negociable.

Hay que leer para estar cuerdo, para no llorar, para enloquecer, para compartir. Porque leyendo he estado más cerca de otra persona que de ninguna otra manera, porque siempre quedarán los libros que vivimos juntos, porque hay ideas maravillosas por ahí escritas que toda la gente a la que quiero tiene que conocer y conocer ya. Porque leyendo casi nada importa.

Así que me da igual que no sea Sant Jordi y que esto no venga a cuento, y que todo el mundo vaya a hablar del anuncio del verano, porque esta lista había que hacerla.

Hay que leer Rayos, de Miqui Otero, porque el humor y la ternura nunca centellearon tan bonito.

Hay que leer Yo te quise más, de Tom Spanbauer, porque pocas veces un tipo escribió tan peligrosamente como él.

Hay que leer El bar de las grandes esperanzas, de J.R.Moehringer, para entender que todo lo que hemos perseguido siempre puede estar precisamente hay ahí a al lado, aunque cueste un poco verlo.

Hay que leer a Knausgard; para mirar el miedo a la cara y que joda un poco menos.

Hay que leer Instrumental, de James Rhodes, y así no olvidar que la redención existe por amargo que llegue a ser el trago.

Hay que leer a Lucía Berlín y que la valentía y la compasión y el fracaso empiecen a sonar de otra manera.

Hay que leer Stoner, de John Williams, para comprender que el sentido de la vida puede contarse en voz bajita y aun así estremecer.

Hay que leer porque ahí está todo: la rabia, la pena, las mierdas, los sueños, la luz, el dolor, el amor. Y porque tanta honestidad junta merece ser compartida. Quien lo vivió lo sabe.


martes, 31 de mayo de 2016

Los chicos desastre

A él le gustaba llamarme primor, pero sobre todo prenda. A mí, que no he hecho otra cosa en la vida que prendarme de la nobleza y la vulnerabilidad de tipos como él, como han sido todos. Medio torpes, a veces, pero buenos. Pero fieles.

Por eso tuvieron una especie de pase de pernocta: por mucho que se pusieran idiotas y que alguna vez me hablaran mal, sabía que ahí en el fondo había chavales más o menos frágiles y más o menos convencidos de que podíamos jugar a cualquier cosa, pero que no jugaríamos a hacernos daño. Y el tiempo nos dio la razón, porque lo cumplimos.

Lo pasamos mal por el camino, claro; porque fue lo que tocó y porque en según qué momentos no hay otra. Pero jamás fuimos egoístas, desconsiderados ni crueles. Sabíamos que prevalecía todo lo demás, esa lealtad incondicional e invisible que creamos juntos y que hizo que ahora tengan un pedacito de cielo, de mi cielo, más que adjudicado, con su minibar y sus juegos de toallas limpias. Eso que hace que sepa que aún hoy, si silbo, estarán al otro lado del teléfono, de la ciudad, del país. Que si silbo realmente fuerte, si algún día aprendo y lo consigo, los tendré aquí bebiendo o cantando conmigo.

Y mira que nos equivocamos. Como nos equivocamos todos, como fallamos siempre. Pero hicimos algo mucho mejor que fallar, que fue ir corriendo cada vez a pedir disculpas, cerveza, socorro. Perdiendo el culo, que es la única manera, como si no hubiera un mañana. Perseverando con la certeza de que si algo tiene que salir bien, va a ser a fuerza de sobrellevar fracasos. Y que si, habiendo sufrido juntos, no dejábamos que esas malas noches nos vencieran, eso ya no lo iba a fisurar nada ni nadie.

Después pasaron más cosas, y todavía más años, y me pude sentir de muchas maneras, pero no abandonada por ellos. Porque entendieron como nadie cuál era mi forma de ser y de estar en el mundo y no pudieron estar más a la altura. Y eso que me conocieron bien, y me perdonaron aún mejor y me enseñaron cosas que no voy a olvidar jamás, por abuelita miope y llena de parches de nicotina que vaya a ser algún día.

Jovencitos desastres y valientes que hoy veo en el gran Fidel Centella. Superhéroes capaces de cuidar a este retaco, de no dejarme sola, de saltar al campo a sufrir conmigo. Qué bonito que estuvieran. Que dijeran ‘algún día sal y cuenta lo que fuimos’.

miércoles, 4 de mayo de 2016

Ya sabes que sí.


Y alguna noche todavía pienso en qué hubiera pasado de haberlo intentado. Me sobran motivos para creer que hubiera sido un desastre, otro más, para nuestra flamante colección privada. Y ese, quizás, ya hubiera hecho saltar la banca de una vez por todas. Pero en esos ratos en que te echo de menos siempre queda una pequeña punzada de duda que sé que no se va a ir.

Me acuerdo a veces. De tu devoción tan poco justificada, de tus doscientas maneras de hacerme reír, tan chabacanito y a la vez tan dulce. De cómo me atabas los cordones de los zapatos y me limpiabas el pescado y me llevabas como un saco de patatas a la espalda.

Recuerdo a los trillizos y también haberte encontrado llorando en la cama aquella tarde al volver de la ducha, con una canción en bable sonando de fondo. Ahora sé que son mi cruz, los chicos que lloran. Las patas de gallo también.

He leído tanto desde entonces. Como leía en aquella terraza al sol en Cudillero o al lado izquierdo de tu cama, en aquella habitación sobria y adulta que tenías. He leído a Didion, y a Moehringer, y a Knäusgard y la tetralogía de Ferrante y a Kiko y a Viktor Frankl y a Lucia Berlín y a James Rhodes. Y leyendo he logrado vivir vidas que no son la mía y me ha gustado. Sé que los disfrutarías tú también.  

Pero hay días difíciles y me sigo desesperando. Con el trabajo, con la vida. Procuro no volver a cometer los mismos errores y no siempre lo consigo. Entonces ya no soy brillante, ni una fierita en la cama, ni la tipa tierna, valiente y divertida que tanto te gustaba y que siempre quise ser. Me convierto en algo minúsculo, herido y peor. El mal carácter es una marca de fábrica. Por suerte, este corazón también lo es.

Sí, alguna noche la vieja historia vuelve a mí y todavía me hace temblar. Cuánto me jode que no saliera bien. Pero cuánto me alegro de haberlo vivido. Ya sabes que sí.

jueves, 14 de abril de 2016

Semanas.

Ya son semanas sin escribir, lo cual no y no.

Fueron días de abrigarse mucho, en Estocolmo y también en el Pirineo. De escuchar Charo en bucle y, en general, de caer rendida ante lo nuevo de Quique, cuya sensibilidad sigue desbordada. De que, en el mismo orden de cosas, apareciera un ángel de la guarda con un par de entradas para su concierto cuando ya se había anunciado el sold out. De que no solo no me dejara pagarle, sino que me pidiera que le comprara otras dos. Fue bonito. Fueron días de conjugar la desesperanza y la fe.

Me enganché, como era de suponer, a la misteriosa Ferrante y sus dos chicas. Conseguí aguantar una derrota con todo el estoicismo y me agarré un puteo histórico con la siguiente. Confirmé que no es lo que pasa, sino la forma en que eres capaz de encajarlo. Trate de ser paciente por encima de todo, de ser mejor. Traté de trabajar duro. Y de creer que todo saldrá bien.

Hubo dos domingos grandes. En el Liceo, acompañando a una mujer enorme, para emocionarnos juntas. Y en un par de terrazas bajo el sol, riendo a carcajadas muchas horas, flequillo más corto mediante. Mientras, se hizo la luz por las tardes, para que la cerveza supiera aún mejor. Aunque a ratos sobrevenga la angustia. A falta de fútbol, habrá que combatirla con palabras –y con versos de canciones.

Pasa el tiempo y van dos años.